Las relaciones espinosas entre el arte y la vida ocuparon siempre a Marcel Proust y son el asunto de En busca del tiempo perdido. En el libro hay un personaje emboscado que parece encarnarlas: Octave es un secundario muy menor que reina con el apodo de Dans les choux sobre el grupito de dandis elegantísimos e inaccesibles en el que el joven narrador tanto desea ser admitido. Sólo le interesan las carreras de caballos, el coche más rápido y la ropa que adelanta la moda convencional de los bien vestidos. Nadie le ha oído decir jamás una sola palabra seria. Ni casi de las otras: el chico se viste, galopa, juega al tenis, seduce y habla muy poco. Y sin embargo, hacia el final de El tiempo recobrado, muy de pasada (pero con cuánta esperanza y con cuánta retranca se dice) Proust nos informa de que todo ese tiempo Dans les choux ha estado escribiendo en secreto maravillosas piezas de teatro. De pronto los críticos lo aplauden, llena los teatros, lo monta Diaghilev. Resulta que el mundano era un inmenso artista capaz de resolver el dilema entre arte y vida, entre biografía y obra.. La parábola era irónica, claro, porque lo malo es que cuando se trata de la vida y obra del propio Proust las cosas se complican mucho más. Lo saben los proustólogos que caen en lo que Roland Barthes llamaba el “marcelismo” y después de mucho desenterrar las supuestas claves de personajes y lugares se encuentran con que la novela es más real y más sólida que esa realidad que intentan rastrear. O los cineastas, de Raúl Ruiz a Volker Schlondorff, que fraguaron películas tanto más aburridas y fallidas cuanto más apegadas a la letra del libro. En Contra Sainte-Beuve y en mil y un pasajes de la Busca Proust advirtió contra la pretensión de explicar la obra de arte mediante la peripecia vital o el modelo real del artista, y el comisario Fernando Checa y el Thyssen han sido valientes enfrentándose a esa maldición. También enfrentándose a los proustianos, el más fiero fandom literario, porque los lectores de Proust lo incorporan tanto a su vida, lo entretejen tanto con sus recuerdos, que acogen con ambigüedad toda interpretación ajena. Todos creemos a ratos entender a Proust mejor que nadie y más: todos creemos que Proust nos entiende mejor que nadie.. También es audaz medirse con Proust, la escritura y las artes, la exposición exhaustiva, quizá insuperable, de la Biblioteca Nacional de Francia en 1999. La armó Jean-Yves Tadié, marcelista eminente, director de la segunda edición de La Pléiade que ha formado a las nuevas generaciones de proustianos y que colabora en este catálogo. Pero su muestra combinaba la erudición apabullante, que con Proust siempre se queda corta y resulta árida, con una brillante intuición poética: el montaje, las ideas y las piezas se engarzaban con el hilo conductor de la féerie, el género teatral delicuescente de finales del XIX que tanto gustaba a Proust, que mezclaba lo real, lo soñado y lo sobrenatural y que quizá defina mejor que ningún otro término su propia obra (es difícil en español glosar lo feérico: ¿fantasmagoría, encanto, hechizo?).. En las salas del Thyssen, con menos medios y a falta de un aliento poético parecido, la exposición no llega a levantar ese vuelo ni añade gran cosa a lo archisabido del fetichismo marcelista. En Proust las tensiones entre vida y arte, entre su biografía y su novela, son complejas y a menudo contradictorias. Como en el cine, el apego a la letra no es la mejor forma de reflejar el espíritu, y quizá el mundo proustiano solo pueda sugerirse mediante una imaginación evocativa que aquí se rinde a la literalidad y a ratos a la indecisión.. Proust ya advirtió contra la pretensión de explicar la obra de arte mediante la peripecia vital o el modelo real del artista. Al tratar de los amigos mundanos y artistas de Proust, por ejemplo, muestra cuadros y retratos que van del buen gusto inofensivo de Raimundo de Madrazo o Madeleine Lemaire al relamido pompier Tissot, el camp sofisticado del retrato de la condesa de Noailles de Zuloaga o el kitsch histérico del retrato de Sarah Bernhardt de Clairin. Y eso está bien, porque la verdad es que Proust tuvo gustos artísticos relativamente conservadores (y a ratos también camp), que se quedó en los impresionistas, que prácticamente ignoró a las primeras vanguardias, a Cézanne y el cubismo (y no digamos a Duchamp). Si la exposición se hubiese atenido a esa veta, si hubiera explorado proustianamente esa interesante mezcla de pesadez y pluma de su iconografía, añadiendo incluso piezas de mobiliario, artes aplicadas y escenografía, y contando con el par de vulgares cromos parisinos de la colección de Carmen Thyssen ya incluidos en el lote, habría al menos creado una impresión, una textura, evocado un mundo (uno piensa, por qué no, en los montajes legendarios y llenos de pluma y panache de Diana Vreeland para el Metropolitan). Pero da luego marcha atrás, y los combina con cuadros rabiosamente vanguardistas de Léger, Balla, Kupka o Dufy que son solecismos en la gramática y el vocabulario visual proustianos y rompen ese encantamiento camp.. La indecisión es doble, porque la exposición quiere hablar del arte no sólo en la vida sino en la novela de Proust, y entra así en un laberinto por el que es difícil no perderse, porque la novela misma se empeña en borrar pistas y frustrar lecturas literales. Y se meten un poco con calzador un Rembrandt y un Delacroix del Thyssen y un par de Tintorettos regularcillos del Prado y un feo Monet floral de Carmen Thyssen y un irreconocible Vermeer que parecen estar ahí por compromiso o para cubrir el expediente y hacer check en la casilla proustiana correspondiente.. Hay, sí, hallazgos brillantes como la túnica de Fortuny que compró en 2003 el Museo Textil de Terrassa y se supone que perteneció a Proust: el vendedor anónimo dijo haberla adquirido de su amante Reynaldo Hahn, que aseguraba haberla heredado de Proust. Será verdad o no, pero el morbo es en sí mismo apropiadamente proustiano. Y no faltan los bocetos góticos de Ruskin, las viñetas venecianas de Fortuny y las escenas normandas de Monet y Hélleu que evocan diestramente el Balbec proustiano.. Precisamente hace años se expusieron en la casa-museo de Proust en Illiers/Combray las fotos de los fantasmales balnearios normandos que tomó Visconti cuando localizaba la película sobre la novela que acarició durante décadas. Nunca llegó a rodarla, pero las fotos ayudaban a imaginarla mejor que mil horas de metraje. Quizá esta exposición habría ganado con un enfoque parecido: menos rígido, más imaginativo y feérico; a fin de cuentas, más proustiano.. ‘Proust y las artes’. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 8 de junio.. Seguir leyendo
Demasiado literal e indecisa, la exposición que el museo madrileño dedica al escritor es un recorrido rígido y poco imaginativo que no llega a levantar el vuelo
Las relaciones espinosas entre el arte y la vida ocuparon siempre a Marcel Proust y son el asunto de En busca del tiempo perdido. En el libro hay un personaje emboscado que parece encarnarlas: Octave es un secundario muy menor que reina con el apodo de Dans les choux sobre el grupito de dandis elegantísimos e inaccesibles en el que el joven narrador tanto desea ser admitido. Sólo le interesan las carreras de caballos, el coche más rápido y la ropa que adelanta la moda convencional de los bien vestidos. Nadie le ha oído decir jamás una sola palabra seria. Ni casi de las otras: el chico se viste, galopa, juega al tenis, seduce y habla muy poco. Y sin embargo, hacia el final de El tiempo recobrado, muy de pasada (pero con cuánta esperanza y con cuánta retranca se dice) Proust nos informa de que todo ese tiempo Dans les choux ha estado escribiendo en secreto maravillosas piezas de teatro. De pronto los críticos lo aplauden, llena los teatros, lo monta Diaghilev. Resulta que el mundano era un inmenso artista capaz de resolver el dilema entre arte y vida, entre biografía y obra.. La parábola era irónica, claro, porque lo malo es que cuando se trata de la vida y obra del propio Proust las cosas se complican mucho más. Lo saben los proustólogos que caen en lo que Roland Barthes llamaba el “marcelismo” y después de mucho desenterrar las supuestas claves de personajes y lugares se encuentran con que la novela es más real y más sólida que esa realidad que intentan rastrear. O los cineastas, de Raúl Ruiz a Volker Schlondorff, que fraguaron películas tanto más aburridas y fallidas cuanto más apegadas a la letra del libro. En Contra Sainte-Beuve y en mil y un pasajes de la BuscaProust advirtió contra la pretensión de explicar la obra de arte mediante la peripecia vital o el modelo real del artista, y el comisario Fernando Checa y el Thyssen han sido valientes enfrentándose a esa maldición. También enfrentándose a los proustianos, el más fiero fandom literario, porque los lectores de Proust lo incorporan tanto a su vida, lo entretejen tanto con sus recuerdos, que acogen con ambigüedad toda interpretación ajena. Todos creemos a ratos entender a Proust mejor que nadie y más: todos creemos que Proust nos entiende mejor que nadie.. ‘Retrato de Marcel Proust’ (1892), de Jacques-Émile Blanche.Imagno/Getty Images. También es audaz medirse con Proust, la escritura y las artes, la exposición exhaustiva, quizá insuperable, de la Biblioteca Nacional de Francia en 1999. La armó Jean-Yves Tadié, marcelista eminente, director de la segunda edición de LaPléiade que ha formado a las nuevas generaciones de proustianos y que colabora en este catálogo. Pero su muestra combinaba la erudición apabullante, que con Proust siempre se queda corta y resulta árida, con una brillante intuición poética: el montaje, las ideas y las piezas se engarzaban con el hilo conductor de la féerie, el género teatral delicuescente de finales del XIX que tanto gustaba a Proust, que mezclaba lo real, lo soñado y lo sobrenatural y que quizá defina mejor que ningún otro término su propia obra (es difícil en español glosar lo feérico: ¿fantasmagoría, encanto, hechizo?).. En las salas del Thyssen, con menos medios y a falta de un aliento poético parecido, la exposición no llega a levantar ese vuelo ni añade gran cosa a lo archisabido del fetichismo marcelista. En Proust las tensiones entre vida y arte, entre su biografía y su novela, son complejas y a menudo contradictorias. Como en el cine, el apego a la letra no es la mejor forma de reflejar el espíritu, y quizá el mundo proustiano solo pueda sugerirse mediante una imaginación evocativa que aquí se rinde a la literalidad y a ratos a la indecisión.. Proust ya advirtió contra la pretensión de explicar la obra de arte mediante la peripecia vital o el modelo real del artista. Al tratar de los amigos mundanos y artistas de Proust, por ejemplo, muestra cuadros y retratos que van del buen gusto inofensivo de Raimundo de Madrazo o Madeleine Lemaire al relamido pompier Tissot, el camp sofisticado del retrato de la condesa de Noailles de Zuloaga o el kitsch histérico del retrato de Sarah Bernhardt de Clairin. Y eso está bien, porque la verdad es que Proust tuvo gustos artísticos relativamente conservadores (y a ratos también camp), que se quedó en los impresionistas, que prácticamente ignoró a las primeras vanguardias, a Cézanne y el cubismo (y no digamos a Duchamp). Si la exposición se hubiese atenido a esa veta, si hubiera explorado proustianamente esa interesante mezcla de pesadez y pluma de su iconografía, añadiendo incluso piezas de mobiliario, artes aplicadas y escenografía, y contando con el par de vulgares cromos parisinos de la colección de Carmen Thyssen ya incluidos en el lote, habría al menos creado una impresión, una textura, evocado un mundo (uno piensa, por qué no, en los montajes legendarios y llenos de pluma y panache de Diana Vreeland para el Metropolitan). Pero da luego marcha atrás, y los combina con cuadros rabiosamente vanguardistas de Léger, Balla, Kupka o Dufy que son solecismos en la gramática y el vocabulario visual proustianos y rompen ese encantamiento camp.. La indecisión es doble, porque la exposición quiere hablar del arte no sólo en la vida sino en la novela de Proust, y entra así en un laberinto por el que es difícil no perderse, porque la novela misma se empeña en borrar pistas y frustrar lecturas literales. Y se meten un poco con calzador un Rembrandt y un Delacroix del Thyssen y un par de Tintorettos regularcillos del Prado y un feo Monet floral de Carmen Thyssen y un irreconocible Vermeer que parecen estar ahí por compromiso o para cubrir el expediente y hacer check en la casilla proustiana correspondiente.. Hay, sí, hallazgos brillantes como la túnica de Fortuny que compró en 2003 el Museo Textil de Terrassa y se supone que perteneció a Proust: el vendedor anónimo dijo haberla adquirido de su amante Reynaldo Hahn, que aseguraba haberla heredado de Proust. Será verdad o no, pero el morbo es en sí mismo apropiadamente proustiano. Y no faltan los bocetos góticos de Ruskin, las viñetas venecianas de Fortuny y las escenas normandas de Monet y Hélleu que evocan diestramente el Balbec proustiano.. Precisamente hace años se expusieron en la casa-museo de Proust en Illiers/Combray las fotos de los fantasmales balnearios normandos que tomó Visconti cuando localizaba la película sobre la novela que acarició durante décadas. Nunca llegó a rodarla, pero las fotos ayudaban a imaginarla mejor que mil horas de metraje. Quizá esta exposición habría ganado con un enfoque parecido: menos rígido, más imaginativo y feérico; a fin de cuentas, más proustiano.. ‘Proust y las artes’. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 8 de junio.
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