Ignacio Peyró, que ya escribió hace unos años un libro estupendo titulado Comimos y bebimos, acaba de publicar El español que enamoró al mundo (Libros del Asteroide), una biografía sobre Julio Iglesias que completa una trilogía ambiciosa: Comimos, bebimos y follamos. En una de sus valiosas apreciaciones, cuando se detiene Peyró en los hábitos alimenticios de Iglesias, que en Galicia se conocen bien (eran legendarias sus paradas en el Chocolate de Vilaxoán, propiedad de su amigo Manuel Cores, Manolo Chocolate), el autor recuerda que en “la España próspera de Felipe González nada parecía más à la page que ser riquísimo y decir que uno se pirraba por unos huevos con chorizo”. Podría parecer una de esas grietas naif de quienes lo tienen casi todo, o casi todo pueden comprarlo: mientras presumen de tener el mejor mando a distancia del mercado, su presunto placer es levantar el culo del sofá y cambiar de cadena con sus manos de minero frustrado. Cuántos pelanas del estilo hay, sacando el Clio del garaje repleto de Ferraris “porque en realidad voy más cómodo”, pretendiendo que alabemos su llaneza. Podría, digo, parecerlo. Pero hablamos de la comida, algo que no tiene nada que ver con lo material y todo con lo sensorial. Claro que Julio Iglesias cambiaría cualquier impresionante diverxo por la tortilla de patata con cebolla de su madre: imposible discutirlo. Mi amigo Manolo Villanueva nos invitó a unos pocos hace dos semanas al restaurante Lúa de Madrid, de carta famosa. No hizo falta abrirla: había traído Villanueva de Marín una olla de callos hechos por su suegra, Teresa Dávila, de 90 años. No hay columna que explique el sabor de esos callos y el estado en que nos sumergió. Sólo hay que pensar en las décadas que lleva haciéndolos esa mujer, el amor que pone en ellos, para entender qué hacen algunas comidas hechas por privilegiadas manos en nuestra memoria, y todo lo que desentierran. En varias ocasiones Julio Iglesias le habló a Villanueva de sus veranos de juventud en Cangas de Morrazo, donde iba la familia a comer a O Pote. ¿Qué recordaba Julio tantos años y tantas vueltas al mundo después? ¿Las chicas? ¿Las playas? Las nécoras. “Eran tantas que las tiraban a los cerdos”.. Seguir leyendo
Cuántos pelanas del estilo hay, sacando el Clio del garaje repleto de Ferraris “porque en realidad voy más cómodo”, pretendiendo que alabemos su llaneza
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