Alfonso Casas Ologaray escribe en un nuevo libro la batalla en la que se enfrentaron 200.000 soldados por una ciudad sin apenas valor estratégico y de la que esta semana se cumplen 87 años
En el invierno más duro de cuantos se recordaban, 200.000 soldados se enfrentaron por una ciudad sin apenas valor estratégico: Teruel. Más de un tercio murieron o desaparecieron sobre los restos de un paisaje polar de muerte y destrucción. Esta semana se cumplen 87 años de la primera batalla de destrucción completa de una ciudad en la que, meses después, seguían encontrando restos de sus habitantes entre los escombros. Alfonso Casas Ologaray recuerda este terrible episodio de la Guerra Civil española en Teruel. El Stalingrado español (Renacimiento, 2024). La madrugada del 15 de diciembre de 1937, el grueso del ejército republicano lanzaba un potente ataque sobre la defensa exterior de la ciudad. Entusiasmados por el éxito, los soldados apretaron el paso. La silueta de la ciudad apareció con las primeras luces de la mañana. Nevaba con fuerza y nadie esperaba un ataque en esas condiciones. Por primera vez, la aviación nacional era incapaz de detener un avance enemigo. Por vez primera, el joven poeta Miguel Hernández cambiaba sus alpargatas por unas botas para la nieve.
La guerra había entrado “en otra dimensión”, el campo de batalla era nuevo, sin reglas. Nada más caer, los soldados eran despojados del calzado y de las prendas de abrigo. Otros no despertaban; seguían agarrados a su capote como el último aliento de vida en cinco kilómetros de tierra helada. Lentamente, con enorme esfuerzo, consiguieron rodear la ciudad. Los altavoces anunciaban su llegada. Los civiles podían salir en grupos de 25 personas con bandera blanca. Los militares también, sus vidas serían respetadas. Los defensores respondieron con un tímido fuego, debían guardar la munición “para cualquiera que aceptase el ofrecimiento”. A las 7.30 de la mañana siguiente los republicanos tomaron la Muela, el alto que protegía el acceso a la ciudad. Tras ellos llegó una legión de periodistas y fotógrafos de los principales medios internacionales. La imagen de los tanques rusos rodeando la plaza de toros de Teruel dio la vuelta al mundo. Mientras tanto, Franco, en Medinaceli, hacía oídos sordos a su Cuartel General y rehuía a alemanes e italianos por igual. Estaba claro que era una maniobra de distracción, pero entrar en Madrid en aquellas condiciones cambiaba el teatro de operaciones y el curso de la guerra. Ordenó a sus principales generales que se personaran en la reconquista de Teruel. Acataron todos, aunque algunos, “en privado, reconocieron la audacia y la superioridad táctica del enemigo”.
La nieve seguía cayendo sobre los blindados que dominaban las calles. Los soldados avanzaban casa por casa, pared tras pared, abriendo boquetes que llenaban de bombas de mano al instante. Luego, en silencio, contenían la respiración. El sonido metálico de un pico acercándose bajo sus pies anunciaba la llegada de la muerte. La guerra subterránea fue una de las innovaciones más difundidas por la prensa internacional. La Nochebuena de 1937 la ciudad había llegado al límite de su resistencia. Miles de cajas de munición se apilaban sobre una población que no tenía nada que comer. Para calentarse solo tenían las llamas de su Ayuntamiento, destrozado por los proyectiles. Pero el viento y la nieve no daban tregua. La noche de fin de año no iba a ser mucho mejor. Un ejército de sombras remontaba desde Soria la tundra helada. El día de año nuevo, el general Varela divisó una ciudad en ruinas. Sin tiempo que perder, ordenó tomar los altos “con bayoneta calada”. Siguió nevando durante todo el día y no pudieron rebasar la cota 1205. La artillería, sin preparación previa, erraba el tiro. Muchos disparos pasaban por alto de las trincheras, impactando en los pocos edificios donde aún se refugiaban civiles. La ciudad no albergaba formas de vida humanas. Desde ambos lados de sus calles se observaban alemanes y rusos, que, de momento, se limitaban a informar sobre las posibilidades de convertir una ciudad en un frente de batalla. Aquel terrible escenario albergará la sede del Museo de la Guerra Civil y de la propia batalla, una vez que termine el plazo para las obras, previsto para el próximo verano.
El 17 de enero comenzó una nueva ofensiva, “más encarnizada si cabe que la anterior”. Los republicanos, ahora sitiados, comenzaban a dudar de sus propias posibilidades. El miedo subía por sus cuerpos, mezclado entre las hileras de los vapores helados y los rugidos del ejército que avanzaba hacia ellos. Petrificados, asistieron desde sus posiciones a la maniobra de su propio envolvimiento. Nadie quiso nunca contarlo, pero varios batallones fueron ejecutados por negarse a combatir. No podían avanzar ni retroceder, así que horadaron la roca. Bajo el hielo, mutaron en microorganismos con armas de repetición capaces de repeler, una tras otra, las embestidas nacionales. Estos, advirtiendo el riesgo de estancamiento, recalcularon la ruta hacia las faldas de la ciudad. Hasta que, el 5 de febrero de 1938, encontraron el punto débil del ensamblaje republicano: Alfambra.
La ruptura del frente fue completa. La única carga de caballería de toda la Guerra Civil, la del general Monasterio, llegó hasta los últimos reductos, los mejor adaptados en aquel reino de hielo y fuego. La jornada terminó con 1.600 muertos y 7.000 prisioneros. Los republicanos aún mantenían el acceso a la ciudad desde la carretera de Alcañiz hasta el cementerio. En esa vertical, los pilotos alemanes estrenaron sus temidos stukas, ametrallándolos en picado mientras hacían sonar su sirena, la conocida “trompeta de Jericó”. La batalla se trasladó a los cielos. Chatos y ratas, como se llamaba a los aviones soviéticos, mantuvieron a la Aviación Legionaria y a la Legión Cóndor en el aire. En realidad, cubrían la retirada, porque la ciudad estaba perdida. El 22 de febrero los generales Varela y Aranda presidieron un Tedeum sobre las ruinas de una ciudad fantasma. La imagen dio la vuelta al mundo. Camino de Barcelona, el general Rojo veía pasar a sus soldados, sin alma y sin armas. Reconoció su audacia y capacidad de resistencia, pero también su inconsistencia. Podían atacar, arrebatar una capital de provincia al enemigo y evitar, una vez más, la caída de Madrid. Sin embargo, el contraataque franquista, había desvelado el verdadero rostro de una maquinaria de guerra imparable que no se detendría hasta el Mediterráneo. Aquellos 18 grados bajo cero de Teruel, estaban a punto de cambiar la guerra, en España y en Europa.
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En el invierno más duro de cuantos se recordaban, 200.000 soldados se enfrentaron por una ciudad sin apenas valor estratégico: Teruel. Más de un tercio murieron o desaparecieron sobre los restos de un paisaje polar de muerte y destrucción. Esta semana se cumplen 87 años de la primera batalla de destrucción completa de una ciudad en la que, meses después, seguían encontrando restos de sus habitantes entre los escombros. Alfonso Casas Ologaray recuerda este terrible episodio de la Guerra Civil española en Teruel. El Stalingrado español (Renacimiento, 2024). La madrugada del 15 de diciembre de 1937, el grueso del ejército republicano lanzaba un potente ataque sobre la defensa exterior de la ciudad. Entusiasmados por el éxito, los soldados apretaron el paso. La silueta de la ciudad apareció con las primeras luces de la mañana. Nevaba con fuerza y nadie esperaba un ataque en esas condiciones. Por primera vez, la aviación nacional era incapaz de detener un avance enemigo. Por vez primera, el joven poeta Miguel Hernández cambiaba sus alpargatas por unas botas para la nieve.. La guerra había entrado “en otra dimensión”, el campo de batalla era nuevo, sin reglas. Nada más caer, los soldados eran despojados del calzado y de las prendas de abrigo. Otros no despertaban; seguían agarrados a su capote como el último aliento de vida en cinco kilómetros de tierra helada. Lentamente, con enorme esfuerzo, consiguieron rodear la ciudad. Los altavoces anunciaban su llegada. Los civiles podían salir en grupos de 25 personas con bandera blanca. Los militares también, sus vidas serían respetadas. Los defensores respondieron con un tímido fuego, debían guardar la munición “para cualquiera que aceptase el ofrecimiento”. A las 7.30 de la mañana siguiente los republicanos tomaron la Muela, el alto que protegía el acceso a la ciudad. Tras ellos llegó una legión de periodistas y fotógrafos de los principales medios internacionales. La imagen de los tanques rusos rodeando la plaza de toros de Teruel dio la vuelta al mundo. Mientras tanto, Franco, en Medinaceli, hacía oídos sordos a su Cuartel General y rehuía a alemanes e italianos por igual. Estaba claro que era una maniobra de distracción, pero entrar en Madrid en aquellas condiciones cambiaba el teatro de operaciones y el curso de la guerra. Ordenó a sus principales generales que se personaran en la reconquista de Teruel. Acataron todos, aunque algunos, “en privado, reconocieron la audacia y la superioridad táctica del enemigo”.. La nieve seguía cayendo sobre los blindados que dominaban las calles. Los soldados avanzaban casa por casa, pared tras pared, abriendo boquetes que llenaban de bombas de mano al instante. Luego, en silencio, contenían la respiración. El sonido metálico de un pico acercándose bajo sus pies anunciaba la llegada de la muerte. La guerra subterránea fue una de las innovaciones más difundidas por la prensa internacional. La Nochebuena de 1937 la ciudad había llegado al límite de su resistencia. Miles de cajas de munición se apilaban sobre una población que no tenía nada que comer. Para calentarse solo tenían las llamas de su Ayuntamiento, destrozado por los proyectiles. Pero el viento y la nieve no daban tregua. La noche de fin de año no iba a ser mucho mejor. Un ejército de sombras remontaba desde Soria la tundra helada. El día de año nuevo, el general Varela divisó una ciudad en ruinas. Sin tiempo que perder, ordenó tomar los altos “con bayoneta calada”. Siguió nevando durante todo el día y no pudieron rebasar la cota 1205. La artillería, sin preparación previa, erraba el tiro. Muchos disparos pasaban por alto de las trincheras, impactando en los pocos edificios donde aún se refugiaban civiles. La ciudad no albergaba formas de vida humanas. Desde ambos lados de sus calles se observaban alemanes y rusos, que, de momento, se limitaban a informar sobre las posibilidades de convertir una ciudad en un frente de batalla. Aquel terrible escenario albergará la sede del Museo de la Guerra Civil y de la propia batalla, una vez que termine el plazo para las obras, previsto para el próximo verano.. El 17 de enero comenzó una nueva ofensiva, “más encarnizada si cabe que la anterior”. Los republicanos, ahora sitiados, comenzaban a dudar de sus propias posibilidades. El miedo subía por sus cuerpos, mezclado entre las hileras de los vapores helados y los rugidos del ejército que avanzaba hacia ellos. Petrificados, asistieron desde sus posiciones a la maniobra de su propio envolvimiento. Nadie quiso nunca contarlo, pero varios batallones fueron ejecutados por negarse a combatir. No podían avanzar ni retroceder, así que horadaron la roca. Bajo el hielo, mutaron en microorganismos con armas de repetición capaces de repeler, una tras otra, las embestidas nacionales. Estos, advirtiendo el riesgo de estancamiento, recalcularon la ruta hacia las faldas de la ciudad. Hasta que, el 5 de febrero de 1938, encontraron el punto débil del ensamblaje republicano: Alfambra.. La ruptura del frente fue completa. La única carga de caballería de toda la Guerra Civil, la del general Monasterio, llegó hasta los últimos reductos, los mejor adaptados en aquel reino de hielo y fuego. La jornada terminó con 1.600 muertos y 7.000 prisioneros. Los republicanos aún mantenían el acceso a la ciudad desde la carretera de Alcañiz hasta el cementerio. En esa vertical, los pilotos alemanes estrenaron sus temidos stukas, ametrallándolos en picado mientras hacían sonar su sirena, la conocida “trompeta de Jericó”. La batalla se trasladó a los cielos. Chatos y ratas, como se llamaba a los aviones soviéticos, mantuvieron a la Aviación Legionaria y a la Legión Cóndor en el aire. En realidad, cubrían la retirada, porque la ciudad estaba perdida. El 22 de febrero los generales Varela y Aranda presidieron un Tedeum sobre las ruinas de una ciudad fantasma. La imagen dio la vuelta al mundo. Camino de Barcelona, el general Rojo veía pasar a sus soldados, sin alma y sin armas. Reconoció su audacia y capacidad de resistencia, pero también su inconsistencia. Podían atacar, arrebatar una capital de provincia al enemigo y evitar, una vez más, la caída de Madrid. Sin embargo, el contraataque franquista, había desvelado el verdadero rostro de una maquinaria de guerra imparable que no se detendría hasta el Mediterráneo. Aquellos 18 grados bajo cero de Teruel, estaban a punto de cambiar la guerra, en España y en Europa.. Seguir leyendo