Ilustraciones que sobrevivieron naufragios e incendios, una de las más valiosas colecciones de láminas botánicas del mundo y un enigmático código de colores aun sin descifrar, son solo algunas de las joyas ocultas que atesora este archivo.
Son tres enemigos. Esther García Guillén (Madrid, 60 años) los conoce mejor que nadie: humedad, temperatura y luz. Cualquier alteración en ellos puede arruinar cuatro siglos de trabajo minucioso. Pero las fieras han sido domadas en una sala del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, justo en los márgenes del Real Jardín Botánico (RJB). No importa qué pase fuera de ahí; el ambiente, dentro, está controlado. Un ecosistema propio.
“Madrid es una ciudad perfecta para conservar papeles viejos porque solo tenemos un 30% de humedad”, dice García mientras abre y cierra cajones de estanterías metálicas que ocupan desde el suelo hasta el techo. La mujer —cabello rizado, ojos oscuros, túnica blanca— es la encargada de custodiar miles de documentos que componen el archivo histórico del RJB. Un resumen de la historia botánica de España y las que fueron sus colonias entre los siglos XVIII y XIX.
En el archivo hay ilustraciones, borradores, catálogos, diarios de viaje, fotografías y otros documentos que los científicos e investigadores produjeron en las expediciones que la corona española encargó para imponerse en territorios ajenos, desde los confines de América del Sur hasta las islas más remotas de Filipinas.
Algunos de esos papeles son el único registro que hay sobre la existencia de determinadas plantas, especies que no se han vuelto a encontrar en ningún otro sitio. Hay también documentos inéditos que sobrevivieron pestes, incendios y naufragios; que recorrieron el mundo hasta encontrar descanso en las estanterías del archivo. “Lo que guardamos aquí es testigo de la diversidad botánica y de los esfuerzos por conocerla”, explica García. Ella sabe que, ante sus ojos, se condensa una pulsión humana primitiva: entender el mundo que nos rodea.
La archivista, claro, tiene sus piezas e historias favoritas y no es celosa de compartirlas.
Estas son algunas de ellas.
Mutis, la joya de la corona
José Celestino Mutis (1732-1808) no dibujaba, pero logró algo inédito para su tiempo: mezclar arte y divulgación científica. Naturalista gaditano y director de la Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, la actual Colombia, Mutis pasó los últimos 26 años de su vida persiguiendo una única misión: “Recoger todas las plantas que produce el Nuevo Mundo para llenar el Real Jardín Botánico”, según sus propias palabras. Los más de 7.000 documentos que produjo —entre ilustraciones hechas a témpera, borradores y copias en blanco y negro— reposan en una serie de cajas especialmente diseñadas que muy rara vez abandonan el archivo. “A veces las prestamos para una exposición, pero la condición es que, cuando regresan, deben permanecer durante al menos cuatro años dentro de sus cajas antes de volver a salir”, detalla García mientras manipula con guantes de látex el dibujo de una Passiflora que bien podría estar colgado en las paredes del Museo del Prado.
Para alcanzar esa superioridad estética, Mutis montó —primero en el pueblo de Mariquita y luego en Santa Fe de Bogotá— un taller con más de 30 artistas latinoamericanos. Cada dibujo podía tardar meses, si no años, en terminarse. García explica por qué: “Mutis y sus artistas creaban un arquetipo de la planta en sus dibujos”. En vez de retratar un único ejemplar, se las ingeniaron para plasmar todo el ciclo vital de la planta. Los dibujos incluyen semillas, hojas, tallos, floración y frutos, mostrando toda la variabilidad de una especie.
“Los humanos somos Homo sapiens y muy diferentes entre nosotros, esas sutilezas también existen en las plantas y es lo que Mutis quería reflejar”, apunta la archivista. Las ilustraciones fueron hechas con lupa y pinceles de un solo pelo, logrando un nivel de detalle asombroso. Pero no solo es arte, también es ciencia: “Su trabajo cumple con todos los requisitos para considerarse una pieza de divulgación botánica. Es claro que hay una interpretación intelectual de la planta”.
El legado de Mutis es tan potente a ambos lados del Atlántico que su rostro protagonizó los billetes de 200 pesos de Colombia entre 1983 y 1992, y el de 2.000 pesetas español. Su colección de dibujos tiene el reconocimiento del Registro de Memoria del Mundo de la UNESCO para América Latina y el Caribe.
La misteriosa tabla de colores de Tadeo Haenke
“Esta es una de las piezas más especiales y enigmáticas de todo el archivo”, dice García mientras sostiene, con ambas manos y gesto solemne, una carpeta de cartón. La abre y extrae una serie de folios que si no estuvieran plastificados podrían deshacerse entre sus dedos. “Es la tabla de colores de Tadeo Haenke”, explica. Un cuaderno de cuatro hojas dobladas en las que se pueden ver cuadrantes pintados de colores agrupados y ordenados cromáticamente. Pertenecieron al botánico checo que participó de la expedición marítima alrededor del mundo de Alejandro Malaspina entre 1789 y 1794.
Nadie sabe cómo funciona verdaderamente la tabla, cómo leerla, pero se cree que Haenke la utilizó como una especie de “código Pantone” que aplicaba para pintar plantas en el campo. “Así no era necesario llevar todos los materiales a las expediciones, alcanzaba con anotar el código de cada color basándose en la clasificación de la tabla y luego pintarla con tranquilidad”, apunta García.
La tabla fue diseñada exclusivamente para la clasificación de plantas y flores, cuenta con más de 1.000 tonos diferentes y se cree que está basada en una técnica desarrollada por el austríaco Ferdinand Bauer, un teórico del color que pudo haberle vendido su invento a Haenke en Viena antes de que el científico partiera a la expedición. Es el código de colores aplicado al arte de ilustrar la ciencia botánica más antiguo que se conserva.
Haenke nunca regresó a Europa. Se quedó en Bolivia hasta que murió en 1816, año en el que todas sus pertenencias desembarcaron en Madrid, incluida la tabla de colores. “Que haya llegado hasta aquí es casi un milagro. Atravesó un naufragio y una expedición a lo largo del mundo. Es una pieza muy enigmática y aún nos quedan muchas preguntas sobre cómo se utilizaba”, resume García.
Los mil y un usos botánicos de Ruiz y Pavón
Hubo una época en que hasta las plantas eran un arma geopolítica. A quienes financiaban las giras botánicas desde España al resto del mundo solo les interesaba encontrar vegetales productivos que otorgaran soberanía a quien lograra domesticarlos. La expedición que comandaron Hipólito Ruiz y José Pavón fue una de ellas.
Los investigadores pasaron 11 años, entre 1777 y 1788, recorriendo Perú y Chile. En total, describieron más de 3.000 especies nuevas para la ciencia europea. “Tienen instrucciones claras de centrarse en las plantas útiles”, apunta García. Bajo esa rigidez, los investigadores detallaron todo tipo de usos que los nativos le daban a su flora. Desde farmacológicos e industriales hasta ornamentales. “Hay incluso una descripción en la que apuntan cómo algunas especies eran utilizadas por las mujeres de Lima para adornarse el pelo”, señala García.
Esta expedición fue una de las más duras y fructíferas de las organizadas por la corona española. Aunque hubo una obsesión monárquica que nunca pudieron resolver. Por esos años, España quería arrebatarle a los Países Bajos el monopolio de la canela, que los poderosos utilizaban para cocinar, perfumarse y curarse, y la buscó de manera incansable por Asia (bajo el liderazgo del expedicionario Juan de Cuéllar) y América. Sin éxito.
El ardid de la expedición Malaspina
“Lo que te voy a mostrar es un truco que se conoce muy poco acá en España, a ver si te das cuenta qué es”, desliza García mientras desenfunda una serie de dibujos de plantas en blanco y negro de apariencia serigráfica. Todos los oficios tienen su artificio y la archivista ha descubierto el de los dibujantes que participaron de la expedición Malaspina.
Las hojas de las plantas que están esbozadas sobre estos papeles amarillentos no son exactamente dibujos. “Están estampadas”, revela García. Y agrega: “Cuando estaban en el campo, los dibujantes de la expedición tenían que ganar tiempo, entonces entintaban las hojas de los especímenes que encontraban y las imprimían en los lienzos”. Luego, con un poco más de tiempo, las repasaban y las pintaban con acuarela.
Los botánicos utilizaron este sistema para llevarse una imagen lo más exacta posible de la planta. Las estampas también funcionaban como un seguro para los casos en los que las colectas de los especímenes vivos murieran en el camino. Era la única evidencia de lo que los exploradores habían visto al otro lado del océano y —más allá de los perversos intereses coloniales— querían compartirlo. Llevar la magia de otras tierras a la suya.
El archivo ha sobrevivido guerras, dictaduras y negligencia. Hoy, aprovecha su buena salud. “No son solo dibujos bonitos”, afirma García.
EL PAÍS
Son tres enemigos. Esther García Guillén (Madrid, 60 años) los conoce mejor que nadie: humedad, temperatura y luz. Cualquier alteración en ellos puede arruinar cuatro siglos de trabajo minucioso. Pero las fieras han sido domadas en una sala del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, justo en los márgenes del Real Jardín Botánico (RJB). No importa qué pase fuera de ahí; el ambiente, dentro, está controlado. Un ecosistema propio.. “Madrid es una ciudad perfecta para conservar papeles viejos porque solo tenemos un 30% de humedad”, dice García mientras abre y cierra cajones de estanterías metálicas que ocupan desde el suelo hasta el techo. La mujer —cabello rizado, ojos oscuros, túnica blanca— es la encargada de custodiar miles de documentos que componen el archivo histórico del RJB. Un resumen de la historia botánica de España y las que fueron sus colonias entre los siglos XVIII y XIX.. En el archivo hay ilustraciones, borradores, catálogos, diarios de viaje, fotografías y otros documentos que los científicos e investigadores produjeron en las expediciones que la corona española encargó para imponerse en territorios ajenos, desde los confines de América del Sur hasta las islas más remotas de Filipinas.. Algunos de esos papeles son el único registro que hay sobre la existencia de determinadas plantas, especies que no se han vuelto a encontrar en ningún otro sitio. Hay también documentos inéditos que sobrevivieron pestes, incendios y naufragios; que recorrieron el mundo hasta encontrar descanso en las estanterías del archivo. “Lo que guardamos aquí es testigo de la diversidad botánica y de los esfuerzos por conocerla”, explica García. Ella sabe que, ante sus ojos, se condensa una pulsión humana primitiva: entender el mundo que nos rodea.. La archivista, claro, tiene sus piezas e historias favoritas y no es celosa de compartirlas.. Estas son algunas de ellas.. Mutis, la joya de la corona. José Celestino Mutis (1732-1808) no dibujaba, pero logró algo inédito para su tiempo: mezclar arte y divulgación científica. Naturalista gaditano y director de la Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, la actual Colombia, Mutis pasó los últimos 26 años de su vida persiguiendo una única misión: “Recoger todas las plantas que produce el Nuevo Mundo para llenar el Real Jardín Botánico”, según sus propias palabras. Los más de 7.000 documentos que produjo —entre ilustraciones hechas a témpera, borradores y copias en blanco y negro— reposan en una serie de cajas especialmente diseñadas que muy rara vez abandonan el archivo. “A veces las prestamos para una exposición, pero la condición es que, cuando regresan, deben permanecer durante al menos cuatro años dentro de sus cajas antes de volver a salir”, detalla García mientras manipula con guantes de látex el dibujo de una Passiflora que bien podría estar colgado en las paredes del Museo del Prado.. Para alcanzar esa superioridad estética, Mutis montó —primero en el pueblo de Mariquita y luego en Santa Fe de Bogotá— un taller con más de 30 artistas latinoamericanos. Cada dibujo podía tardar meses, si no años, en terminarse. García explica por qué: “Mutis y sus artistas creaban un arquetipo de la planta en sus dibujos”. En vez de retratar un único ejemplar, se las ingeniaron para plasmar todo el ciclo vital de la planta. Los dibujos incluyen semillas, hojas, tallos, floración y frutos, mostrando toda la variabilidad de una especie.. “Los humanos somos Homo sapiens y muy diferentes entre nosotros, esas sutilezas también existen en las plantas y es lo que Mutis quería reflejar”, apunta la archivista. Las ilustraciones fueron hechas con lupa y pinceles de un solo pelo, logrando un nivel de detalle asombroso. Pero no solo es arte, también es ciencia: “Su trabajo cumple con todos los requisitos para considerarse una pieza de divulgación botánica. Es claro que hay una interpretación intelectual de la planta”.. El legado de Mutis es tan potente a ambos lados del Atlántico que su rostro protagonizó los billetes de 200 pesos de Colombia entre 1983 y 1992, y el de 2.000 pesetas español. Su colección de dibujos tiene el reconocimiento del Registro de Memoria del Mundo de la UNESCO para América Latina y el Caribe.. La misteriosa tabla de colores de Tadeo Haenke. “Esta es una de las piezas más especiales y enigmáticas de todo el archivo”, dice García mientras sostiene, con ambas manos y gesto solemne, una carpeta de cartón. La abre y extrae una serie de folios que si no estuvieran plastificados podrían deshacerse entre sus dedos. “Es la tabla de colores de Tadeo Haenke”, explica. Un cuaderno de cuatro hojas dobladas en las que se pueden ver cuadrantes pintados de colores agrupados y ordenados cromáticamente. Pertenecieron al botánico checo que participó de la expedición marítima alrededor del mundo de Alejandro Malaspina entre 1789 y 1794.. Nadie sabe cómo funciona verdaderamente la tabla, cómo leerla, pero se cree que Haenke la utilizó como una especie de “código Pantone” que aplicaba para pintar plantas en el campo. “Así no era necesario llevar todos los materiales a las expediciones, alcanzaba con anotar el código de cada color basándose en la clasificación de la tabla y luego pintarla con tranquilidad”, apunta García.. La tabla fue diseñada exclusivamente para la clasificación de plantas y flores, cuenta con más de 1.000 tonos diferentes y se cree que está basada en una técnica desarrollada por el austríaco Ferdinand Bauer, un teórico del color que pudo haberle vendido su invento a Haenke en Viena antes de que el científico partiera a la expedición. Es el código de colores aplicado al arte de ilustrar la ciencia botánica más antiguo que se conserva.. Haenke nunca regresó a Europa. Se quedó en Bolivia hasta que murió en 1816, año en el que todas sus pertenencias desembarcaron en Madrid, incluida la tabla de colores. “Que haya llegado hasta aquí es casi un milagro. Atravesó un naufragio y una expedición a lo largo del mundo. Es una pieza muy enigmática y aún nos quedan muchas preguntas sobre cómo se utilizaba”, resume García.. Los mil y un usos botánicos de Ruiz y Pavón. Hubo una época en que hasta las plantas eran un arma geopolítica. A quienes financiaban las giras botánicas desde España al resto del mundo solo les interesaba encontrar vegetales productivos que otorgaran soberanía a quien lograra domesticarlos. La expedición que comandaron Hipólito Ruiz y José Pavón fue una de ellas.. Los investigadores pasaron 11 años, entre 1777 y 1788, recorriendo Perú y Chile. En total, describieron más de 3.000 especies nuevas para la ciencia europea. “Tienen instrucciones claras de centrarse en las plantas útiles”, apunta García. Bajo esa rigidez, los investigadores detallaron todo tipo de usos que los nativos le daban a su flora. Desde farmacológicos e industriales hasta ornamentales. “Hay incluso una descripción en la que apuntan cómo algunas especies eran utilizadas por las mujeres de Lima para adornarse el pelo”, señala García.. Esta expedición fue una de las más duras y fructíferas de las organizadas por la corona española. Aunque hubo una obsesión monárquica que nunca pudieron resolver. Por esos años, España quería arrebatarle a los Países Bajos el monopolio de la canela, que los poderosos utilizaban para cocinar, perfumarse y curarse, y la buscó de manera incansable por Asia (bajo el liderazgo del expedicionario Juan de Cuéllar) y América. Sin éxito.. El ardid de la expedición Malaspina. “Lo que te voy a mostrar es un truco que se conoce muy poco acá en España, a ver si te das cuenta qué es”, desliza García mientras desenfunda una serie de dibujos de plantas en blanco y negro de apariencia serigráfica. Todos los oficios tienen su artificio y la archivista ha descubierto el de los dibujantes que participaron de la expedición Malaspina.. Las hojas de las plantas que están esbozadas sobre estos papeles amarillentos no son exactamente dibujos. “Están estampadas”, revela García. Y agrega: “Cuando estaban en el campo, los dibujantes de la expedición tenían que ganar tiempo, entonces entintaban las hojas de los especímenes que encontraban y las imprimían en los lienzos”. Luego, con un poco más de tiempo, las repasaban y las pintaban con acuarela.. Los botánicos utilizaron este sistema para llevarse una imagen lo más exacta posible de la planta. Las estampas también funcionaban como un seguro para los casos en los que las colectas de los especímenes vivos murieran en el camino. Era la única evidencia de lo que los exploradores habían visto al otro lado del océano y —más allá de los perversos intereses coloniales— querían compartirlo. Llevar la magia de otras tierras a la suya.. El archivo ha sobrevivido guerras, dictaduras y negligencia. Hoy, aprovecha su buena salud. “No son solo dibujos bonitos”, afirma García.. Seguir leyendo