El gran templo de París, que se reinaugura el sábado, cinco años después del incendio, refleja la actualidad y las polémicas en torno al Medievo
El legado cultural más perdurable de Victor Hugo, el gran escritor francés del siglo XIX y seguramente el más popular de la historia de este país, no es Los miserables y la lucha de Jean Valjean por encontrar algo parecido a la justicia en un mundo que no tiene piedad con los pobres. La marca más profunda que ha dejado Hugo en Francia, y en el mundo, es una monumental catedral gótica, cuyas dos torres y su rosetón son tan reconocibles como la Torre Eiffel. En gran medida, Notre Dame de París, que será reinaugurada este sábado después del incendio que la arrasó en la Semana Santa de 2019, es un producto de Victor Hugo.
Nuestra señora de París, la novela que Hugo publicó en 1831, arranca con la presentación de los principales personajes: la bella gitana Esmeralda, el jorobado Quasimodo, el archidiácono Claude Frollo, el enamorado Pierre Gringoire o el capitán Febo de Châteaupers… Pero, de repente, el novelista detiene la narración para denunciar el lamentable estado en que se encontraba entonces la catedral parisina, desvencijada y con aspecto de caerse en cualquier momento. Ni el gótico ni la Edad Media habían sido redescubiertos entonces, ni tampoco existía todavía la idea de que los monumentos del pasado debían ser conservados, sino que muchas veces eran considerados molestos mamotretos de los que había que deshacerse cuanto antes (en algunos lugares esa visión del pasado no ha cambiado mucho).
“La iglesia de Notre Dame de París sigue siendo, sin duda, un edificio majestuoso y sublime”, escribe el autor de Los miserables. “Pero por muy bella que se haya conservado a lo largo de los años, es difícil no suspirar, no sentirse indignado ante las innumerables degradaciones y mutilaciones que el tiempo y el hombre han infligido simultáneamente a este venerable monumento”.
El novelista se lanza a una reivindicación del arte medieval y del gótico, acusando a las autoridades de ser responsables de su degradación, no solo por falta de conservación, sino también por intentar imponer los gustos de un tiempo al pasado. “Las modas han hecho más daño que las revoluciones”, señala en una frase que podría aplicarse a alguna de las barrabasadas que han intentado hacer a Notre Dame. La catedral había sobrevivido a la Revolución Francesa, durante la que no fue destruida, aunque sí transformada en un templo pagano dedicado a la diosa razón, pero estaba a punto de caerse por la dejadez. No fue la única voz que se levantó contra la ruina de un templo que simbolizaba la capital: no era la iglesia de los reyes de Francia, coronados en Reims y enterrados en Saint-Denis, era la iglesia de París.
Gracias al impulso de Hugo, Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, un arquitecto también fascinado por la Edad Media, pudo acometer la gran reforma del templo. De hecho, cuando el mundo contemplaba atónito el incendio en directo, el punto de no retorno del desastre, la sensación de que Notre Dame se iba a perder, fue la caída de la flecha, obra de Viollet-Le-Duc, que se inspiró en una decoración similar que se había perdido dos siglos antes. La catedral que se quemó era, en gran medida, un edificio del siglo XIX. “A Le-Duc le apasionaba la Edad Media”, explicó en la emisora pública France Culture Didier Rykner, estudioso del monumento, que ha luchado por su conservación, y autor de Notre-Dame. Une affaire d’etat (Notre-Dame. Un asunto de Estado). “Trató de comprenderlo y de devolver la catedral al Medievo: dejar el monumento no en el estado en el que se encontraba en la Edad Media; sino a como debería de haber estado en esa época”. Algunos otros lugares de la Francia medieval, desde Carcasona hasta el Monte Saint-Michel —de los que resulta difícil decir si son tremendamente kitsch o bellísimos—, también fueron restaurados por Viollet-le-Duc, un pionero en la reinvención del Medievo como la época que forja nuestro presente.
La fascinación por Notre Dame, y el impacto global que produjo el incendio, reflejan sin duda el poder del turismo masivo —la catedral recibió 12 millones de visitantes el año anterior a la catástrofe— y el irresistible encanto de París; pero también el interminable interés por la Edad Media. Se trata de un movimiento que nació en el siglo XIX, con Nuestra señora de París; pero también con Ivanhoe, de Walter Scott. Su impronta en fenómenos culturales masivos es indudable, desde el éxito de El nombre de la rosa, de Umberto Eco —al que se pueden aplicar los versos de Georges Brassens, “perdóname príncipe si soy jodidamente medieval”— o El señor de los anillos, hasta series como Juego de tronos y Vikingos. También está su indudable peso político en la actualidad.
Solo la antigua Roma puede competir por el espacio que el pasado remoto ocupa en el presente; pero la explotación de la Edad Media por parte de la derecha y la ultraderecha —no es una casualidad que Vox haya comenzado una campaña electoral en Covadonga y que José María Aznar haya defendido a los Reyes Católicos sin rubor— dan a los mil años del largo Medievo una actualidad insuperable como modelo para imaginar un pasado en vez de estudiarlo.
Por un lado, la Edad Media se presenta como un periodo lleno de violencia y oscuridad, de dientes podridos y cazas de brujas —en realidad, muchos de los desastres que se atribuyen a esa época corresponden a la cataclísmica modernidad porque los siglos XVI y XVII fueron los más desdichados de la historia de Europa—. Por otro, se plantea como una época fundamental para interpretar el presente, sobre todo para tratar de cimentar la idea de que Europa solo puede ser cristiana. Es una idea que choca con la realidad, como ha demostrado por ejemplo el estudioso del CSIC Eduardo Manzano Moreno en su último libro, España diversa (Crítica), pero a la que la derecha vuelve una y otra vez. Cuando se planteó por primera vez la posibilidad de cobrar entrada para entrar en Notre Dame, Jordan Bardella, líder del partido ultraderechista Agrupación Nacional, expresó su apoyo a la medida con el siguiente argumento: “La historia de Francia ha estado marcada por el cristianismo. Hoy, ver cómo nuestras iglesias se arruinan, duele a muchos franceses”.
El medievalista francés Florian Mazel escribe en su reciente (y monumental) Nouvelle histoire du Moyen Age (de la que es coordinador): “En un contexto de nacionalismo renovado y de tensiones identitarias, cuyos signos ya eran perceptibles a principios de la década de 2000, pero que han cobrado un impulso considerable en la actualidad, el periodo medieval es a menudo reivindicado por nacionalistas y populistas como el momento fundacional de la nación cultural, religiosa o incluso étnica que pretenden proteger de la globalización y el multiculturalismo”.
Notre Dame, con su inconmensurable belleza, su rotunda presencia en la orilla del Sena en la Isla de la Cité, su capacidad para sobrevivir a los desastres de la historia —se salvó de la quema de París tras la derrota de la Comuna en 1871, pese a que tenía muchas papeletas para ser reducida a cenizas, y pasó intacta por la II Guerra Mundial, durante la que tantas catedrales europeas acabaron como montañas de escombros— y para superar los tópicos y el kitsch de los recuerdos turísticos y las películas de Hollywood —aunque El jorobado de Notre Dame, la versión de Disney de Nuestra señora de París sea estupenda—, se alza como un símbolo de la Edad Media real e imaginada, como un espacio cívico que va más mucho allá de su papel religioso. Todas esas tensiones, falsificaciones y reinterpretaciones del pasado medieval han atravesado la compleja restauración de la catedral francesa. Pero la piedra, y la lucha de Victor Hugo, se han demostrado más fuertes que todo eso.
“El incendio reveló a la Francia laica, a la vez halagada y perpleja, la dimensión mundial de la gloria de Notre Dame, mucho más allá del cristianismo occidental que Notre Dame de París encarna por encima de todo”, escribe la historiadora Maryvonne Saint Pulgent en La Gloire de Notre-Dame. La foi et le pouvoir (La gloria de Notre Dame. La fe y el poder). “Secular y religiosa, multiforme, evolutiva, eternamente moderna, la gloria de Notre Dame no es del todo explicable. Como han señalado muchos escritores, no es la más bella de nuestras catedrales. Pero es la más admirada”.
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
EL PAÍS
El legado cultural más perdurable de Victor Hugo, el gran escritor francés del siglo XIX y seguramente el más popular de la historia de este país, no es Los miserables y la lucha de Jean Valjean por encontrar algo parecido a la justicia en un mundo que no tiene piedad con los pobres. La marca más profunda que ha dejado Hugo en Francia, y en el mundo, es una monumental catedral gótica, cuyas dos torres y su rosetón son tan reconocibles como la Torre Eiffel. En gran medida, Notre Dame de París, que será reinaugurada este sábado después del incendio que la arrasó en la Semana Santa de 2019, es un producto de Victor Hugo.. Nuestra señora de París, la novela que Hugo publicó en 1831, arranca con la presentación de los principales personajes: la bella gitana Esmeralda, el jorobado Quasimodo, el archidiácono Claude Frollo, el enamorado Pierre Gringoire o el capitán Febo de Châteaupers… Pero, de repente, el novelista detiene la narración para denunciar el lamentable estado en que se encontraba entonces la catedral parisina, desvencijada y con aspecto de caerse en cualquier momento. Ni el gótico ni la Edad Media habían sido redescubiertos entonces, ni tampoco existía todavía la idea de que los monumentos del pasado debían ser conservados, sino que muchas veces eran considerados molestos mamotretos de los que había que deshacerse cuanto antes (en algunos lugares esa visión del pasado no ha cambiado mucho).. “La iglesia de Notre Dame de París sigue siendo, sin duda, un edificio majestuoso y sublime”, escribe el autor de Los miserables. “Pero por muy bella que se haya conservado a lo largo de los años, es difícil no suspirar, no sentirse indignado ante las innumerables degradaciones y mutilaciones que el tiempo y el hombre han infligido simultáneamente a este venerable monumento”.. El novelista se lanza a una reivindicación del arte medieval y del gótico, acusando a las autoridades de ser responsables de su degradación, no solo por falta de conservación, sino también por intentar imponer los gustos de un tiempo al pasado. “Las modas han hecho más daño que las revoluciones”, señala en una frase que podría aplicarse a alguna de las barrabasadas que han intentado hacer a Notre Dame. La catedral había sobrevivido a la Revolución Francesa, durante la que no fue destruida, aunque sí transformada en un templo pagano dedicado a la diosa razón, pero estaba a punto de caerse por la dejadez. No fue la única voz que se levantó contra la ruina de un templo que simbolizaba la capital: no era la iglesia de los reyes de Francia, coronados en Reims y enterrados en Saint-Denis, era la iglesia de París.. Gracias al impulso de Hugo, Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, un arquitecto también fascinado por la Edad Media, pudo acometer la gran reforma del templo. De hecho, cuando el mundo contemplaba atónito el incendio en directo, el punto de no retorno del desastre, la sensación de que Notre Dame se iba a perder, fue la caída de la flecha, obra de Viollet-Le-Duc, que se inspiró en una decoración similar que se había perdido dos siglos antes. La catedral que se quemó era, en gran medida, un edificio del siglo XIX. “A Le-Duc le apasionaba la Edad Media”, explicó en la emisora pública France Culture Didier Rykner, estudioso del monumento, que ha luchado por su conservación, y autor de Notre-Dame. Une affaire d’etat (Notre-Dame. Un asunto de Estado). “Trató de comprenderlo y de devolver la catedral al Medievo: dejar el monumento no en el estado en el que se encontraba en la Edad Media; sino a como debería de haber estado en esa época”. Algunos otros lugares de la Francia medieval, desde Carcasona hasta el Monte Saint-Michel —de los que resulta difícil decir si son tremendamente kitsch o bellísimos—, también fueron restaurados por Viollet-le-Duc, un pionero en la reinvención del Medievo como la época que forja nuestro presente.. La fascinación por Notre Dame, y el impacto global que produjo el incendio, reflejan sin duda el poder del turismo masivo —la catedral recibió 12 millones de visitantes el año anterior a la catástrofe— y el irresistible encanto de París; pero también el interminable interés por la Edad Media. Se trata de un movimiento que nació en el siglo XIX, con Nuestra señora de París; pero también con Ivanhoe, de Walter Scott. Su impronta en fenómenos culturales masivos es indudable, desde el éxito de El nombre de la rosa, de Umberto Eco —al que se pueden aplicar los versos de Georges Brassens, “perdóname príncipe si soy jodidamente medieval”— o El señor de los anillos, hasta series como Juego de tronos y Vikingos. También está su indudable peso político en la actualidad.. Solo la antigua Roma puede competir por el espacio que el pasado remoto ocupa en el presente; pero la explotación de la Edad Media por parte de la derecha y la ultraderecha —no es una casualidad que Vox haya comenzado una campaña electoral en Covadonga y que José María Aznar haya defendido a los Reyes Católicos sin rubor— dan a los mil años del largo Medievo una actualidad insuperable como modelo para imaginar un pasado en vez de estudiarlo.. Por un lado, la Edad Media se presenta como un periodo lleno de violencia y oscuridad, de dientes podridos y cazas de brujas —en realidad, muchos de los desastres que se atribuyen a esa época corresponden a la cataclísmica modernidad porque los siglos XVI y XVII fueron los más desdichados de la historia de Europa—. Por otro, se plantea como una época fundamental para interpretar el presente, sobre todo para tratar de cimentar la idea de que Europa solo puede ser cristiana. Es una idea que choca con la realidad, como ha demostrado por ejemplo el estudioso del CSIC Eduardo Manzano Moreno en su último libro, España diversa (Crítica), pero a la que la derecha vuelve una y otra vez. Cuando se planteó por primera vez la posibilidad de cobrar entrada para entrar en Notre Dame, Jordan Bardella, líder del partido ultraderechista Agrupación Nacional, expresó su apoyo a la medida con el siguiente argumento: “La historia de Francia ha estado marcada por el cristianismo. Hoy, ver cómo nuestras iglesias se arruinan, duele a muchos franceses”.. El medievalista francés Florian Mazel escribe en su reciente (y monumental) Nouvelle histoire du Moyen Age (de la que es coordinador): “En un contexto de nacionalismo renovado y de tensiones identitarias, cuyos signos ya eran perceptibles a principios de la década de 2000, pero que han cobrado un impulso considerable en la actualidad, el periodo medieval es a menudo reivindicado por nacionalistas y populistas como el momento fundacional de la nación cultural, religiosa o incluso étnica que pretenden proteger de la globalización y el multiculturalismo”.. Notre Dame, con su inconmensurable belleza, su rotunda presencia en la orilla del Sena en la Isla de la Cité, su capacidad para sobrevivir a los desastres de la historia —se salvó de la quema de París tras la derrota de la Comuna en 1871, pese a que tenía muchas papeletas para ser reducida a cenizas, y pasó intacta por la II Guerra Mundial, durante la que tantas catedrales europeas acabaron como montañas de escombros— y para superar los tópicos y el kitsch de los recuerdos turísticos y las películas de Hollywood —aunque El jorobado de Notre Dame, la versión de Disney de Nuestra señora de París sea estupenda—, se alza como un símbolo de la Edad Media real e imaginada, como un espacio cívico que va más mucho allá de su papel religioso. Todas esas tensiones, falsificaciones y reinterpretaciones del pasado medieval han atravesado la compleja restauración de la catedral francesa. Pero la piedra, y la lucha de Victor Hugo, se han demostrado más fuertes que todo eso.. “El incendio reveló a la Francia laica, a la vez halagada y perpleja, la dimensión mundial de la gloria de Notre Dame, mucho más allá del cristianismo occidental que Notre Dame de París encarna por encima de todo”, escribe la historiadora Maryvonne Saint Pulgent en La Gloire de Notre-Dame. La foi et le pouvoir (La gloria de Notre Dame. La fe y el poder). “Secular y religiosa, multiforme, evolutiva, eternamente moderna, la gloria de Notre Dame no es del todo explicable. Como han señalado muchos escritores, no es la más bella de nuestras catedrales. Pero es la más admirada”.. Seguir leyendo