La necesidad de saber de dónde venimos es algo que acompaña a muchas personas y constituye una aventura histórica, cultural, a veces casi novelesca
Hace tantos años, quizás hasta cincuenta, que perseguí y al fin obtuve un ejemplar de un libro que me marcaría hasta hoy. Raíces, ese volumen que el escritor y periodista afroamericano Alex Haley publicó en 1976, contaba la historia posible de los orígenes de su estirpe, desde él mismo hasta (retrocediendo en el tiempo) la figura de un mítico y borroso antepasado africano, al parecer llamado Kunta Kinte, que era raptado en su aldea africana y traído como esclavo a las plantaciones sureñas norteamericanas. Allí fue rebautizado como Toby Walker, aunque el rebelde Kunta Kinte nunca aceptó ese apelativo de esclavizado.
Quizás lo que más me atrajo en el momento de la lectura de esa saga familiar no fue la historia en sí, bastante común y siempre desgarradora, vivida por los millones de africanos esclavizados en América a lo largo y ancho de cuatro siglos de infamia. Lo que me resultó revelador fue que, al final de su obra, Haley deslizaba la esencia del ejercicio literario de investigación e imaginación que había concretado en Raíces… Y cito de memoria: lo narrado en el libro era el resultado de lo que, según sus investigaciones documentales, él consideraba que podía haber ocurrido y lo que, según sus conocimientos, estaba convencido de que podía haber ocurrido. Y ponía el punto final.
La búsqueda de los orígenes, de las raíces de procesos, lugares y personas ha sido, también para mí, una obsesión sostenida. A lo largo de mis años de estudio y trabajo, al principio sin tener plena conciencia de lo que intentaba, he hurgado en diversas historias de orígenes, empezando por un hito muy especial: mi tesis de licenciatura universitaria la dediqué al Inca Garcilaso de la Vega, el escritor, el hombre, nacido en el Cuzco en la primera mitad del siglo XVI, el primero en sentir y expresar que pertenecía a una entidad cultural y étnica que se fundaba con él, esa condición que hoy todos identificamos como lo hispanoamericano.
Muchas veces manifestada como simple curiosidad, la necesidad de saber de dónde venimos es algo que acompaña a muchas personas y no siempre con fines utilitarios como ahora ocurre a mi alrededor, cuando tantos compatriotas míos hurgan en sus raíces afanados en encontrar la existencia del bisabuelo español que les abra el camino hacia una doble ciudadanía que puede llegar como una tabla de salvación en medio de un naufragio como el que estamos viviendo en mi isla. Para algunos, saber de dónde venimos constituye una aventura histórica, cultural, a veces casi novelesca que no cambiará mucho del presente, nada del pasado, pero que nos completará como lo que somos: seres creados por la Historia y, en muchas ocasiones, vapuleados por ella.
Mi familia Padura, cubanos por los ocho costados, ciudadanos casi todos de un barrio habanero llamado Mantilla, siempre tuvo la curiosidad de saber quién había sido el primer personaje con ese apellido que, llegado de nadie sabía dónde, había sentado sus reales en aquel rincón remoto de la isla de Cuba. Sabíamos, apenas, que un tal Filomeno Padura, que habría sido mi bisabuelo, ya era cubano y estaba entre los fundadores del caserío que se convertiría en Mantilla. Y más hacia atrás se abría la oscuridad.
Fue en uno de mis primeros viajes a España, en la década de 1990, cuando tuve noticias del origen del apellido: venía del País Vasco, donde Padura es un topónimo y significa marisma, pantano o también porción de tierra boscosa. Conocí que había una histórica batalla de Padura y hasta un club de fútbol bautizado así. Y supe que los parajes alaveses en donde se presume había surgido el apellido aún albergaban personas que lo portaban, mientras otros Padura se habían establecido en ciudades como Madrid y Sevilla. Y la lógica me decantó por pensar que desde Andalucía, más que del País Vasco, era de donde habría sido muy probable que un o unos primeros Padura, tal vez en el siglo XVIII, hubieran cruzado el Atlántico con destino de la isla del Caribe. Pero de lo que ya no quedaban dudas, árbol genealógico y escudo de armas mediante, era el remoto origen alavés del apellido y, más aún, su casi seguro establecimiento original en el Valle de Ayala, en el pueblo de Amurrio, a unos pocos kilómetros de Vitoria, la capital de la provincia vasca.
A pesar de las búsquedas de algunos Padura españoles, la figura del fundador de la rama cubana de la familia seguía siendo esquiva. No había ni la menor traza de algún Kunta Kinte vasco o sevillano que podría haber sido el antepasado ibérico del bisabuelo Filomeno, ya cubano, incluso mantillero. Pero la necesidad por intentar establecer un punto de partida en mis orígenes familiares, más que la curiosidad, siguieron persiguiéndome por años, sin que, en realidad, yo hiciera algo concreto por hallar esa semilla.
En algún documento revisado encontré, al menos, que en el siglo XVI ya andaba por tierras vascas un tal Martín Padura y, a mediados del siglo XVIII, vi documentada la presencia de una tal Josefa Teresa Padura, asentada en La Habana, sin que quedara claro su lugar de nacimiento. Pero, por ser mujer, Josefa Teresa me cortaba el hilo por el que pudiera tirar hacia una descendencia de Paduras cubanos. El hombre cargado con mi apellido que cruzó el Atlántico y fundó un clan seguía siendo esquivo.
Pero, al fin y al cabo, ¿para qué me serviría llegar a tener esa información que no me reportaría algún beneficio concreto y ni siquiera cambiaría nada en mis sentidos de identidad y pertenencia? Creo que solo se trataba de una necesidad de satisfacción intelectual, relacionada con mi obsesión por develar orígenes. Y porque es mejor saber que ignorar.
Y al fin al Valle de Ayala y la pequeña villa de Amurrio me he ido este otoño. Parajes de un verde intenso, rodeados de montañas que se pierden en la niebla, sitios fríos, ásperos, asediados casi a diario por la lluvia, en los que la vida siempre ha sido difícil de llevar y, por ello, han forjado un carácter entre sus moradores ancestrales. Y me he atrevido allí a imaginar a un joven de apellido Padura que ha oído hablar de la existencia de un nuevo mundo donde un mar cálido baña a unas islas premiadas por el sol y en el que, si trabajas y te esfuerzas, puedes vivir, incluso progresar y hasta enriquecer. Y lo he imaginado partir, apenas con lo puesto, para emprender la gran aventura a la que se lanzaron millones de jóvenes como él, alentados por la necesidad o por un sueño, en busca de otra vida, quizás mejor, aunque nunca se sabe.
Quizás fue ese joven Padura vasco sin rostro ni rastro histórico el responsable de que hoy yo esté escribiendo esta crónica, tan idílica y personal, tal vez tan poco útil. Pero que, en cambio, puede ser también la crónica familiar de tantos que, como el Inca Garcilaso en los orígenes, hemos sido los vástagos de esa nueva cultura que, con sus mestizajes incontables (de aborígenes americanos, de Paduras y Kunta Kintes llegados de muchas partes), ha forjado una identidad en la que nos reconocemos únicos y a la vez universales.
EL PAÍS
Hace tantos años, quizás hasta cincuenta, que perseguí y al fin obtuve un ejemplar de un libro que me marcaría hasta hoy. Raíces, ese volumen que el escritor y periodista afroamericano Alex Haley publicó en 1976, contaba la historia posible de los orígenes de su estirpe, desde él mismo hasta (retrocediendo en el tiempo) la figura de un mítico y borroso antepasado africano, al parecer llamado Kunta Kinte, que era raptado en su aldea africana y traído como esclavo a las plantaciones sureñas norteamericanas. Allí fue rebautizado como Toby Walker, aunque el rebelde Kunta Kinte nunca aceptó ese apelativo de esclavizado.
Quizás lo que más me atrajo en el momento de la lectura de esa saga familiar no fue la historia en sí, bastante común y siempre desgarradora, vivida por los millones de africanos esclavizados en América a lo largo y ancho de cuatro siglos de infamia. Lo que me resultó revelador fue que, al final de su obra, Haley deslizaba la esencia del ejercicio literario de investigación e imaginación que había concretado en Raíces… Y cito de memoria: lo narrado en el libro era el resultado de lo que, según sus investigaciones documentales, él consideraba que podía haber ocurrido y lo que, según sus conocimientos, estaba convencido de que podía haber ocurrido. Y ponía el punto final.
La búsqueda de los orígenes, de las raíces de procesos, lugares y personas ha sido, también para mí, una obsesión sostenida. A lo largo de mis años de estudio y trabajo, al principio sin tener plena conciencia de lo que intentaba, he hurgado en diversas historias de orígenes, empezando por un hito muy especial: mi tesis de licenciatura universitaria la dediqué al Inca Garcilaso de la Vega, el escritor, el hombre, nacido en el Cuzco en la primera mitad del siglo XVI, el primero en sentir y expresar que pertenecía a una entidad cultural y étnica que se fundaba con él, esa condición que hoy todos identificamos como lo hispanoamericano.
Muchas veces manifestada como simple curiosidad, la necesidad de saber de dónde venimos es algo que acompaña a muchas personas y no siempre con fines utilitarios como ahora ocurre a mi alrededor, cuando tantos compatriotas míos hurgan en sus raíces afanados en encontrar la existencia del bisabuelo español que les abra el camino hacia una doble ciudadanía que puede llegar como una tabla de salvación en medio de un naufragio como el que estamos viviendo en mi isla. Para algunos, saber de dónde venimos constituye una aventura histórica, cultural, a veces casi novelesca que no cambiará mucho del presente, nada del pasado, pero que nos completará como lo que somos: seres creados por la Historia y, en muchas ocasiones, vapuleados por ella.
Mi familia Padura, cubanos por los ocho costados, ciudadanos casi todos de un barrio habanero llamado Mantilla, siempre tuvo la curiosidad de saber quién había sido el primer personaje con ese apellido que, llegado de nadie sabía dónde, había sentado sus reales en aquel rincón remoto de la isla de Cuba. Sabíamos, apenas, que un tal Filomeno Padura, que habría sido mi bisabuelo, ya era cubano y estaba entre los fundadores del caserío que se convertiría en Mantilla. Y más hacia atrás se abría la oscuridad.
Fue en uno de mis primeros viajes a España, en la década de 1990, cuando tuve noticias del origen del apellido: venía del País Vasco, donde Padura es un topónimo y significa marisma, pantano o también porción de tierra boscosa. Conocí que había una histórica batalla de Padura y hasta un club de fútbol bautizado así. Y supe que los parajes alaveses en donde se presume había surgido el apellido aún albergaban personas que lo portaban, mientras otros Padura se habían establecido en ciudades como Madrid y Sevilla. Y la lógica me decantó por pensar que desde Andalucía, más que del País Vasco, era de donde habría sido muy probable que un o unos primeros Padura, tal vez en el siglo XVIII, hubieran cruzado el Atlántico con destino de la isla del Caribe. Pero de lo que ya no quedaban dudas, árbol genealógico y escudo de armas mediante, era el remoto origen alavés del apellido y, más aún, su casi seguro establecimiento original en el Valle de Ayala, en el pueblo de Amurrio, a unos pocos kilómetros de Vitoria, la capital de la provincia vasca.
A pesar de las búsquedas de algunos Padura españoles, la figura del fundador de la rama cubana de la familia seguía siendo esquiva. No había ni la menor traza de algún Kunta Kinte vasco o sevillano que podría haber sido el antepasado ibérico del bisabuelo Filomeno, ya cubano, incluso mantillero. Pero la necesidad por intentar establecer un punto de partida en mis orígenes familiares, más que la curiosidad, siguieron persiguiéndome por años, sin que, en realidad, yo hiciera algo concreto por hallar esa semilla.
En algún documento revisado encontré, al menos, que en el siglo XVI ya andaba por tierras vascas un tal Martín Padura y, a mediados del siglo XVIII, vi documentada la presencia de una tal Josefa Teresa Padura, asentada en La Habana, sin que quedara claro su lugar de nacimiento. Pero, por ser mujer, Josefa Teresa me cortaba el hilo por el que pudiera tirar hacia una descendencia de Paduras cubanos. El hombre cargado con mi apellido que cruzó el Atlántico y fundó un clan seguía siendo esquivo.
Pero, al fin y al cabo, ¿para qué me serviría llegar a tener esa información que no me reportaría algún beneficio concreto y ni siquiera cambiaría nada en mis sentidos de identidad y pertenencia? Creo que solo se trataba de una necesidad de satisfacción intelectual, relacionada con mi obsesión por develar orígenes. Y porque es mejor saber que ignorar.
Y al fin al Valle de Ayala y la pequeña villa de Amurrio me he ido este otoño. Parajes de un verde intenso, rodeados de montañas que se pierden en la niebla, sitios fríos, ásperos, asediados casi a diario por la lluvia, en los que la vida siempre ha sido difícil de llevar y, por ello, han forjado un carácter entre sus moradores ancestrales. Y me he atrevido allí a imaginar a un joven de apellido Padura que ha oído hablar de la existencia de un nuevo mundo donde un mar cálido baña a unas islas premiadas por el sol y en el que, si trabajas y te esfuerzas, puedes vivir, incluso progresar y hasta enriquecer. Y lo he imaginado partir, apenas con lo puesto, para emprender la gran aventura a la que se lanzaron millones de jóvenes como él, alentados por la necesidad o por un sueño, en busca de otra vida, quizás mejor, aunque nunca se sabe.
Quizás fue ese joven Padura vasco sin rostro ni rastro histórico el responsable de que hoy yo esté escribiendo esta crónica, tan idílica y personal, tal vez tan poco útil. Pero que, en cambio, puede ser también la crónica familiar de tantos que, como el Inca Garcilaso en los orígenes, hemos sido los vástagos de esa nueva cultura que, con sus mestizajes incontables (de aborígenes americanos, de Paduras y Kunta Kintes llegados de muchas partes), ha forjado una identidad en la que nos reconocemos únicos y a la vez universales.